Sé
que tuve un tío Manuel que decían que estaba loco ¡pero tal vez no!, tal vez lo
que pasaba es que nadie se preocupó por averiguar el origen de sus largos
encierros. Meses enteros encerrado en un cuarto sin bañarse y haciendo sus
necesidades ahí mismo, sólo aceptaba que le llevaran la charola de la comida y
la dejaran en el umbral de la puerta. De
pronto un buen día corría al baño y salía a las pocas horas totalmente
rasurado, perfumado y con claridad en la mirada. ¿Qué tendría en
la cabeza el tío Manuel? ¿Qué penas habrá ido arrastrando? ¿Habrá sido que
Carmen, el amor de su vida, se casó con Don Avelino?
Carmen…
La
mujer más bonita que Manuel hubiera visto en su vida. La vio llegar en un
enorme camión que traía todos los muebles de la familia, recuerdos acumulados
por años y con olores a viejo y a desgracia. Decían que venían de León y que al
padre le habían hecho una mala jugada en la compañía en la que trabajaba, que
lo había perdido todo: puesto, dinero y dignidad, así que llegaban derrotados
envueltos en misterios, rencores y tragedias. Todos menos Carmen que todavía
mantenía el verde cristalino en esa mirada que enloquecía a los hombres, a
Manuel esa mirada le causó una emoción tal que el mantecado de leche se le
atoró en la garganta hasta causarle casi la muerte.
Ella
paseaba todos los días acompañada de su nana quien la cuidaba como perro guardián; Manuel se plantaba a la misma hora,
en la misma esquina y la veía pasar esperando a que llegara el día en el que
Carmen por fin lo notara. Y ese día llegó,
como finalmente llegan todos los días que uno teme o…anhela: Carmen se dignó a posar la mirada en él y ahí fue cuando
se le atragantó el mantecado y casi muere ahogado. Desde entonces sus miradas
se cruzaban constantemente y al pasar, Carmen de pronto rozaba su mano con la
de él y era como si se concentrara todo
el calor del sol en ese ligero gesto. Y entre roces y roces de piel encontraron
la manera de enamorarse locamente, ella con cierto recelo y él sin saber la
verdad.
Lo
cierto es que el padre de Carmen no había perdido el empleo, era un jugador
empedernido que apostaba hasta a su esposa y ganas no le faltaron en más de una
ocasión, pero ¿quién la iba a querer en prenda? Semejante mujer amargada, dominante
y gritona, así que, perseguido por sus deudas
e incapaz de saldarlas cabalmente llegó a Torreón, un lugar pintado de sepia y
alejado de la mano de Dios en ese entonces. El hombre, lejos de escarmentar
siguió jugando y endeudándose aún más en ese lejano lugar con olor a polvo. Y
aquí sí no había para dónde huir. A él le llegó el día que tanto temía, en el que debía pagar sus deudas; como era de
esperarse no tenía ni un quinto partido por la mitad así es que preso de la más profunda desesperación y
egoísta como era él, no se le ocurrió mejor cosa que saldar sus deudas con lo único vendible que ya le quedaba en la vida:
Su
hija Carmen.
Se
la vendió a Don Avelino, un viejo libidinoso de unos 70 años dueño de la única agencia Ford de Torreón y por pura
coincidencia también era el que controlaba el juego en esa ciudad. ¡Quién iba a
decir que por las deudas de su padre
Carmen jamás conseguiría la felicidad y Manuel quedaría con el corazón roto de
por vida!
Al
pasar del tiempo, Carmen se embarazó y como ocurre a muchas mujeres cuando
llevan a un hijo en sus entrañas, estaba cada vez más bella. Manuel la veía
pasar, sus manos aún se rozaban aunque estas
caricias ya sabían a tormento y a pura agua con sal.
Don
Avelino casi ni se fijaba en ella sólo la usaba de vez en cuando para aliviar
sus frecuentes calenturas y después desecharla como un trapo sucio. Cuando se
enteró de que tendría un hijo, le dejó bien claro que sólo la quería como el
recipiente en donde crecería su heredero y que más le valía que lo hiciera bien.
Así, con estas palabras rondando su corazón, cuando ya todo estaba listo para
la llegada del primogénito, Carmen reunió todo el rencor de meses de
infelicidad, subió con trabajos hasta lo
más alto de la casa justo a la hora en la que su marido debía llegar en su
flamante Ford al que, dicho sea de paso, trataba mucho mejor que a ella. Desde las
alturas vio cómo Avelino aparcaba su auto y justo en medio del grito que le
arrancara una contracción, se lanzó al
vacío.
Los
que la vieron caer dicen que parecía una paloma de esas que andan en la plaza,
será porque llevaba su camisón blanco. La verdad es que parecía un ángel que había caído de la
gracia de Dios.
Carmen
fue a caer justo en el toldo del automóvil deshaciéndolo por completo,
deshaciendo también su cuerpo y el de su hijo.
Manuel
se volvió loco de tristeza y se encerró en aquel cuarto en la parte trasera del
jardín. El padre de Carmen se quitó la vida al día siguiente del sepelio de su
hija, colgándose del árbol que enmarcaba la entrada de la cocina; el muy
ingrato tiró todas las macetas de ruda y ámbar que había sembrado su
desagradable mujer por tratar de invocar una buena suerte que nunca les llegó.
Hasta en su muerte lo hizo todo mal.
Don
Avelino se hizo de otro coche, pero ahora tomó la precaución de que fuera
descapotable, “no vaya siendo que otra hija de la chingada me lo quiera joder
todito”, dijo él.
Y
así acabó la vida de Manuel que entraba y salía de sus añoranzas. Y así se
acabó la vida de Carmen, aunque esa ya estaba acabada desde que se casó con
Avelino. Y la de su padre, que ese ya tenía la vida acabada desde el momento en
el que nació, confirmando así lo que
todo el mundo sabe: que hay quienes nada más no nacen con buena estrella y que
siempre le van poniendo proa a la desgracia.
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