sábado, 23 de mayo de 2015

CANDELARIO CORAZÓN. DE LEILÁ


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             Solo y sin prisa recorre las salas y los pasillos de la funeraria; las puertas principales acaban de cerrarse. El horario de velación termino. Los familiares y visitantes se han ido y sólo quedaron los cadáveres en sus respectivas salas, dentro de su ataúd.  Candelario revisa a los difuntos, uno por uno, levanta la tapa del féretro buscando señales de descomposición en sus rostros y manos. Todos parecen dormir, los rasgos de la muerte pasan desapercibidos y él se siente satisfecho. Ha sido un buen día.
Sale del edificio, atraviesa un gran estacionamiento y al fondo encuentra una puerta corrediza de cristal por la que entra a un laboratorio amplio y bien construido. Un espacio impecablemente limpio, ordenado, iluminado y frío. El termostato marca 17 grados centígrados, la temperatura le parece fresca; es su espacio privado y exclusivo, el sitio donde pasa gran parte del día, el lugar donde produce las transformaciones.  Al centro del recinto hay dos planchas de acero inoxidable con sus lámparas de techo y a su lado un fregadero con canaletas. En las paredes anaqueles con frascos de diversos tamaños y colores y una serie cajones de plástico que contienen instrumental médico y herramientas. Sobre una de las mesas de trabajo se encuentra un cuerpo humano. Candelario se acerca, respira profundamente y toca con delicadeza la piel de uno de los brazos de la muerta - Apenas un cariño – son esbeltos – piensa - jóvenes; en el expediente que se encuentra sobre el fregadero busca la información sobre el deceso, lee el nombre, la edad, vuelve a respirar, regresa el expediente a su lugar y camina hacia el estacionamiento, corre la puerta al salir y busca en la bolsa de su bata la cajetilla de cigarros, toma uno y lo enciende. Observa el humo que sale de su boca – es mi aliento – piensa, le gusta verlo salir. A veces pasan días en que sólo eso sale de su boca, ni una palabra, ni una risa, ni siquiera un chasquido, solo el humo del cigarro.

Regresa al laboratorio con un aire como de estar fuera del tiempo y toma de una caja un par de guantes de látex, se los coloca sin prisa. Puede observarse a sí mismo parado frente al cadáver, ausente, vacío. ¡Ha visto tantos muertos! Con agua jabonosa lava los brazos, las piernas, el tórax y los pies de la joven; después toma una manguera que se encuentra conectada a un tanque vertical, abre la llave y enjuaga todo el cuerpo con agua destilada, rocía el rostro también y lo seca con una gasa. Después, con toda calma, coge una brocha y toma del anaquel más cercano un pomo anaranjado que contiene un líquido ligeramente oleoso, lo aplica sobre la cara, el cuello y las manos practicando simultáneamente un suave masaje para facilitar la penetración epidérmica. En unos segundos las zonas tratadas recuperan su coloración natural y desaparece el rictus cadavérico. La chica parece estar dormida. Candelario la observa concentrado, no ha emitido un sonido, decide que el maquillaje es innecesario. Es hermosa. Presta atención a los músculos de sus piernas, pasa la mano por el muslo frío y firme siguiendo su forma. Levanta uno de sus brazos y lo deja caer por su propio peso. Ese golpe, el del brazo al caer, es el único sonido que se ha escuchado en horas. El cuerpo está preparado para la exhibición.


2

              Amanece. Las puertas de la funeraria vuelven a abrirse, los familiares y visitantes entran lentamente a la capilla donde reposa el cuerpo sin vida de la joven. Uno por uno ,los dolientes, desfilan frente al cadáver: la madre desconsolada le besa la frente, el padre se muerde los labios conteniendo el llanto y le da la bendición, las hermanas nerviosas le acarician persistentemente el pelo y las manos y, finalmente, las compañeras de la escuela secundaria lloran afligidas; pero al hacer contacto visual con su rostro, todos sienten en el pecho un calor muy fuerte pero bonito como de devoción. El rostro de la joven cuenta una historia de princesas dormidas de piel tersa y rosada que deja a sus familiares resignados y hasta agradecidos. Con una extraña sensación de paz.

Para esto nació Candelario. Para borrarles del rostro a los difuntos cualquier efecto de enfermedad o sufrimiento y que los rasgos de la muerte pasen desapercibidos por unas horas o unos días, sólo fugazmente.


En cuanto comienza a trabajar envuelve con su mirada al difunto y su cara se torna en una especie de máscara tersa que crea al instante un ambiente de intimidad; y en cuanto toca con la yema de sus dedos los cuerpos maltrechos, él se convierte en una antena capaz de captar hasta los más pequeños vestigios de energía, de vida que se trasmuta y todo sucede en un instante preciso e irreversible, difícil de discernir, que intenta tocar. La muerte es un proceso en el que Candelario participa, un paso que le permite entrar a un reino infinito y silencioso donde lo único que puede oír – y le gusta - es el latido de su propio corazón.

viernes, 13 de febrero de 2015

LA PROMESA. Adriana Hammeken

EL: Nunca te he visto las piernas ¿sabes?

ELLA: En primavera, cuando me quite las botas verás mis tobillos. En verano, cuando me ponga una falda me verás las piernas.

EL: ¿Y en otoño? ¿Qué sucederá en otoño?

ELLA: ¿No lo sabes?  En el otoño los árboles dejan caer sus hojas y se desnudan por completo.

Febrero 13, 2015

sábado, 7 de febrero de 2015

EL ÁNGEL DE TORREÓN. Por Adriana Hammeken


Sé que tuve un tío Manuel que decían que estaba loco ¡pero tal vez no!, tal vez lo que pasaba es que nadie se preocupó por averiguar el origen de sus largos encierros. Meses enteros encerrado en un cuarto sin bañarse y haciendo sus necesidades ahí mismo, sólo aceptaba que le llevaran la charola de la comida y la dejaran en el umbral de la puerta.  De pronto un buen día corría al baño y salía a las pocas horas totalmente rasurado,  perfumado  y con claridad en la mirada. ¿Qué tendría en la cabeza el tío Manuel? ¿Qué penas habrá ido arrastrando? ¿Habrá sido que Carmen,  el amor de su vida,  se casó con Don Avelino?

Carmen…

La mujer más bonita que Manuel hubiera visto en su vida. La vio llegar en un enorme camión que traía todos los muebles de la familia, recuerdos acumulados por años y con olores a viejo y a desgracia. Decían que venían de León y que al padre le habían hecho una mala jugada en la compañía en la que trabajaba, que lo había perdido todo: puesto, dinero y dignidad, así que llegaban derrotados envueltos en misterios, rencores y tragedias. Todos menos Carmen que todavía mantenía el verde cristalino en esa mirada que enloquecía a los hombres, a Manuel esa mirada le causó una emoción tal que el mantecado de leche se le atoró en la garganta hasta causarle casi la muerte.

Ella paseaba todos los días acompañada de su nana quien la cuidaba como perro  guardián; Manuel se plantaba a la misma hora, en la misma esquina y la veía pasar esperando a que llegara el día en el que Carmen por fin lo notara. Y ese día llegó,  como finalmente llegan todos los días que uno teme o…anhela: Carmen se  dignó a posar la mirada en él y ahí fue cuando se le atragantó el mantecado y casi muere ahogado. Desde entonces sus miradas se cruzaban constantemente y al pasar, Carmen de pronto rozaba su mano con la de él y era  como si se concentrara todo el calor del sol en ese ligero gesto. Y entre roces y roces de piel encontraron la manera de enamorarse locamente, ella con cierto recelo y él sin saber la verdad.

Lo cierto es que el padre de Carmen no había perdido el empleo, era un jugador empedernido que apostaba hasta a su esposa y ganas no le faltaron en más de una ocasión, pero ¿quién la iba a querer en prenda? Semejante mujer amargada, dominante y gritona, así que,  perseguido por sus deudas e incapaz de saldarlas cabalmente llegó a Torreón, un lugar pintado de sepia y alejado de la mano de Dios en ese entonces. El hombre, lejos de escarmentar siguió jugando y endeudándose aún más en ese lejano lugar con olor a polvo. Y aquí sí no había para dónde huir. A él le llegó el día que tanto temía,  en el que debía pagar sus deudas; como era de esperarse no tenía ni un quinto partido por la mitad así es que  preso de la más profunda desesperación y egoísta como era él, no se le ocurrió mejor cosa que saldar sus deudas con  lo único vendible que ya le quedaba en la vida:

Su hija Carmen.

Se la vendió a Don Avelino, un viejo libidinoso de unos 70 años  dueño de la única  agencia Ford de Torreón y por pura coincidencia también era el que controlaba el juego en esa ciudad. ¡Quién iba a decir  que por las deudas de su padre Carmen jamás conseguiría la felicidad y Manuel quedaría con el corazón roto de por vida!

Al pasar del tiempo, Carmen se embarazó y como ocurre a muchas mujeres cuando llevan a un hijo en sus entrañas, estaba cada vez más bella. Manuel la veía pasar,  sus manos aún se rozaban aunque estas caricias ya sabían a tormento y a pura agua con sal.

Don Avelino casi ni se fijaba en ella sólo la usaba de vez en cuando para aliviar sus frecuentes calenturas y después desecharla como un trapo sucio. Cuando se enteró de que tendría un hijo, le dejó bien claro que sólo la quería como el recipiente en donde crecería su heredero y que más le valía que lo hiciera bien. Así, con estas palabras rondando su corazón, cuando ya todo estaba listo para la llegada del primogénito, Carmen reunió todo el rencor de meses de infelicidad,  subió con trabajos hasta lo más alto de la casa justo a la hora en la que su marido debía llegar en su flamante Ford al que, dicho sea de paso,  trataba mucho mejor que a ella. Desde las alturas vio cómo Avelino aparcaba su auto y justo en medio del grito que le arrancara una contracción,  se lanzó al vacío.

Los que la vieron caer dicen que parecía una paloma de esas que andan en la plaza, será porque llevaba su camisón blanco. La verdad  es que parecía un ángel que había caído de la gracia de Dios.

Carmen fue a caer justo en el toldo del automóvil deshaciéndolo por completo, deshaciendo también su cuerpo y el de su hijo.

Manuel se volvió loco de tristeza y se encerró en aquel cuarto en la parte trasera del jardín. El padre de Carmen se quitó la vida al día siguiente del sepelio de su hija, colgándose del árbol que enmarcaba la entrada de la cocina; el muy ingrato tiró todas las macetas de ruda y ámbar que había sembrado su desagradable mujer por tratar de invocar una buena suerte que nunca les llegó. Hasta en su muerte lo hizo todo mal.  

Don Avelino se hizo de otro coche, pero ahora tomó la precaución de que fuera descapotable, “no vaya siendo que otra hija de la chingada me lo quiera joder todito”, dijo él.

Y así acabó la vida de Manuel que entraba y salía de sus añoranzas. Y así se acabó la vida de Carmen, aunque esa ya estaba acabada desde que se casó con Avelino. Y la de su padre, que ese ya tenía la vida acabada desde el momento en el que nació,  confirmando así lo que todo el mundo sabe: que hay quienes nada más no nacen con buena estrella y que siempre le van poniendo proa a la desgracia.